Les comparto este texto que escribí hace unos años, bajo el seudónimo Joey O.
Si los hechos y personajes son verídicos, esta vez me lo guardo para mí...
Y dice así:
"Harry y Sally, Joey y Dawson. Chandler y Monica, Rachel y Ross… Y la lista es eterna. La televisión norteamericana de los noventa ofrece infinitos ejemplos de parejas que empiezan como mejores amigos, pero luego se enamoran. Son historias conmovedoras, de esos amores que cuesta encontrar en la vida real.
El cuentito de amigos que se enamoran no es un producto hollywoodense, sino que se remonta ya a los griegos y a los romanos. Y en la Argentina también tuvimos nuestras versiones criollas. ¿Quién no creció frente a alguna de las telenovelas de Cris Morena, que, en definitiva, siempre hablaban de lo mismo? Grupos de gente joven, en los que florecen y se ramifican los triángulos amorosos hasta convertirse en hexágonos; idas y venidas entre amigos en los que siempre surgía el conflicto, porque uno amaba al otro y el otro amaba al otro y el otro al otro y así.
Pero por más trilladas que sean, siempre me conmovieron estas historias, en las que se confunden la amistad y el amor, los celos con el enamoramiento, la confianza con el haber encontrado a un alma gemela. Quizás sea porque a mí también me pasó. Yo, que siempre fui la principal defensora de la amistad entre el hombre y la mujer, me enamoré perdidamente de mi mejor amigo.
Si existe o no la amistad entre dos personas del sexo opuesto es, en cuestiones del corazón, el tema polémico por antonomasia. Es de esos debates que, cuando surgen en reuniones sociales divide a las opiniones en dos o tres grupos y nadie logra ponerse de acuerdo. Teorías, hay miles. Experiencias, tantas como amigos pueblan la tierra. No pretendo dar una solución única y definitiva a una encrucijada tan controversial, sino contarles mi propia versión; cómo me enamoré de mi mejor amigo, y cómo decidí proceder.
Nacho y yo nos conocimos en clases de teatro, y desde el principio fuimos grandes amigos. Salíamos juntos a bailar, a comer. Hablábamos por teléfono, compartíamos códigos, Nacho era mi principal confidente y yo, su mejor consejera. Sin embargo, lo que para todos era obvio, para mí no era más que una linda amistad, inocente, floreciente, pero que no crecía en otra dirección que, a lo sumo, compartir una pulserita con la inscripción de “BFF”.
Cuando nos conocimos yo estaba de novia, y mi novio le tenía unos celos monumentales. Me hacía escenas cada vez que yo nombraba a Nacho, lo cual era seguido. Yo le juraba no estar enamorada, y era cierto: todavía no me permitía ver aquello que, los que me conocen, juran que se me salía por los poros.
Y después corté. Por razones externas a mi relación con Nacho, pero es cierto que el corte influyó a que nos acercáramos aún más. Nacho me consolaba, me sacaba a comer para distraerme. Nos quedábamos largas horas al teléfono, yo le compartía mis problemas con mi ex, o con nuevos salientes, y él siempre me contaba sus historias más íntimas, esas que, siempre repetía, “no le cuento ni a mis amigos”. Para mí, las chicas con las que él salía siempre eran un bodrio. Cuando eran lindas, las criticaba por huecas; cuando eran inteligentes, yo las veía aburridas y con acné; hasta que un día Nacho se hartó y me dijo: “¿Acaso no querés que sea feliz?”. Y ahí me cayó la ficha. Yo quería que Nacho fuera feliz, sí; pero conmigo. Nada más que conmigo.
Cuando me permití reconocer que estaba enamorada, nuestra relación cambió por completo. Empecé a interpretar cada uno de sus gestos –antes, usuales e inadvertidos– como posibles insinuaciones de amor. Y he aquí el dilema: ¿Cómo saber si el amor con un amigo es mutuo? Porque nos llaman seguido, nos dicen cosas lindas, compartimos intimidades, conectamos a un nivel que con pocas personas logramos alcanzar. Pero ¿es eso una señal de que ellos también están enamorados? ¿O acaso no consiste en eso toda buena amistad?
Harta de elucubrar posibles teorías, decidí tomar cartas en el asunto. Estaba convencida: había encontrado al verdadero amor, y no podía quedarme de brazos cruzados. Así que empecé con señales sutiles. Si Nacho me invitaba al cine, me ponía mi perfume más seductor. Me preocupaba por demostrarle, a través del lenguaje corporal, que ya no quería ser solamente su amiga. Pero él no parecía enterarse de las señales obvias. O al menos se hacía el desentendido.
Finalmente, cansada de la espera, decidí ser más explícita y diseñé un plan, con el incentivo de todo mi núcleo más cercano. A esta altura mis amigos y mi familia ya estaban enteradísimos de mi historia con Nacho, y me arengaban a que me le declarara. Pero la declaración no podía ser abierta o demasiado frontal. El precio era demasiado alto: perder a mi mejor amigo. Si me llevó varias semanas animarme a dar el gran paso, no fue sino por miedo a que Nacho me rechazara y dejara de estar en mi vida.
Y llegó el día. Alquilé La boda de mi mejor amigo, para inspirarme en Julia Roberts. Me miré en el espejo y practiqué, como una boba, diferentes formas y tonos en los cuales declararme. Junté coraje y busqué un escenario informal, para quitarle dramatismo al asunto, que ya bastante de drama tenía; lo agarré a Nacho en una fiesta, y le dije: “Estoy confundida. No sé cómo hacer para darme cuenta, y no sé si te pasa lo mismo, pero... me parece que me estoy enamorando”.
Mi plan era perfecto. Mi declaración era abierta, porque al hablar de confusión contemplaba la posibilidad de que, si Nacho me rechazaba, al menos pudiéramos seguir como amigos. Pero este escenario era el menos probable. El amor es mutuo o no es amor, creo yo; así que Nacho iba a corresponderme. Tenía que corresponderme.
“Yo no”, fue su respuesta. Implacable. “Te quiero mucho y sos mi mejor amiga, pero no más que eso. No puedo verte con otros ojos”. Simple. Sin vueltas. Nacho no me quería, y así arruinaba lo que yo había vislumbrado como la historia de amor perfecta.
¿Seguimos siendo amigos, en la actualidad? No. Sería imposible seguir con la amistad después de mi declaración. Y así yo, la principal defensora de la amistad entre el hombre y la mujer, hoy debo admitir que no la concibo, salvo que sea con amigos homosexuales o las parejas de mis amigas más íntimas.
¿Me arrepiento? Tampoco. Me arriesgué, y me salió mal, pero más grave hubiera sido vivir con la incertidumbre, con la duda de si aquello que fue una de mis mejores amistades, podría haber sido algo más. Hoy ya superé a Nacho, y lo recuerdo con mucho cariño. Pero lo que más rescato del episodio es que no me quedé con nada guardado. Es mejor arrepentirse de algo que hicimos, que de algo que no tuvimos coraje de hacer…".