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Despedirse es un don



"No me gustan las despedidas", suelo decir. Jua, qué ingenua; como si el no despedirse con gestos grandilocuentes fuera a tapar el hecho irremediable de extrañar a ese ser querido que ya no está. No sé si es por pudor, negación, pereza de dejarme atravesar por un sentimiento o qué, pero muchas veces hago las despedidas así, cortitas y al pie, como rápidas y poco importantes. En cambio, hace unos días acompañé a mi cuñado y su familia al aeropuerto y pude ver a su hijo de 7 años despedirse de él, su papá. Vi como ese chiquito tan sabio se permitía lagrimear y abrazarlo bien fuerte, aunque la separación no fuera a ser por mucho tiempo y aunque allí estuviéramos todos, viéndolo emocionarse con mucha altura y sin nada que esconder. Ojalá que este sobrino al crecer no se convierta en un adulto negador. Alguna vez yo fui como él, y las despedidas me partían al medio; pero con la edad me fui poniendo más dura, menos sentimental. Como bien dice Yann Martel en The Life of Pi: 'I suppose in the end, the whole of life becomes an act of letting go, but what always hurts the most is not taking a moment to say goodbye.' Si hago memoria, se me ocurren varias relaciones en las que la otra parte o yo no nos tomamos ese momento sagrado para decir adiós. Y eso duele, hasta hoy. Porque lo paradójico es que cuanto más espacio hacemos a esa nostalgia y/o tristeza que nace al despedirse, mejor transitamos lo que viene después. Se trata de darle importancia al duelo. Procesarlo. Además, creo que no hay nada más lindo que honrar a aquel o aquello que vamos a extrañar con la despedida que se merece; aunque no siempre haga falta apretujarlos bien fuerte o lagrimear, como hizo mi sobrino, sí creo que nos merecemos -quienes despedidmos, y quienes son despedidos- regalarnos ese ratito para mirarnos a los ojos y decirnos hasta luego.


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