Cerrá los ojos. Pensá en toda la gente que estuvo con vos cuando estuviste mal. Una amiga, un novio, un familiar... quizás fue una compañera de laburo que no sabías que era tan empática o una amistad del pasado que aprovechó para reaparecer. No importa cuál haya sido el motivo de tu tristeza: ojalá hayas tenido una buena red de contención. En general, después de haber pasado un mal rato, uno se queda con la linda sensación de confirmar que no está solo, sino que tiene los pilares de la familia y la amistad. Y está muy bien.
Pero, con el tiempo aprendí a valorar también a los que están en las buenas. Porque, eso que suena tan obvio como el acompañar la alegría ajena, no siempre se da así. A veces, a la gente le cuesta más festejar las bienaventuranzas del prójimo que acompañar las tristezas. No es que sea cínica, ¿eh? Bueno, quizás un poquito. Pero distintas experiencias me han demostrado que, a ciertas amistades, mandar un mensaje cuando la cosa se pone brava les sale natural, pero alegrarse de modo genuino con el bien del prójimo les cuesta un montón.
Otro día hablaremos de la envidia. Hoy no quiero sacar el lado feo del tema a relucir; sólo quiero darles un GRACIAS a todos aquellos que enseñan con el ejemplo y tienen tanta facilidad para alegrarse por el bien de los demás. Los que no se detienen a pensar cómo la están pasando ellos, si mejor o peor que vos, sino que les ves brotar de la mirada la felicidad por tu suerte. Es que, es algo que no se puede caretear. No hay que ser demasiado intuitivo para notar quién se alegra de manera auténtica y quién no.
Entonces, ahora cerrá los ojos y pensá en esos momentos de júbilo de tu vida. Ojal á hayan sido un montón. Y pensá en quién te acompañó. No hace falta que ese alguien haya derramado lágrimas de emoción cuando anunciaste tu embarazo o que te haya puesto un pasacalles en la Panamericana declarando su amor hacia vos; quizás fue cómo sonrío ante tu anuncio, con qué fuerza te abrazó... Registrá esas personas y cuidalas. Porque valen oro.