Siempre me reprocho no dedicar más momentos a disfrutar de juegos de mesa. En los tiempos que corren (porque literalmente hacen eso, correr), son pocos los espacios destinados a esta forma de ocio. No me malinterpreten, soy la primera fanática de muchos aspectos de la era virtual, pero agradezco haber crecido en la analógica, en la que iPads y celulares no robaban las horas a ese arte de compartir jornadas enteras frente al tablero. TEG, Monopoly, Pictionary, Trivial, Tabú… En nuestra casa de Chapadmalal teníamos una biblioteca entera dedicada a cuanto ejemplar fuera lanzado por YETEM. Qué buenas charlas nacían en torno a la mesa, cuántos palitos de la selva devorados esas noches y tardes nubladas en las que no había mucho más para hacer que jugar.
Claro que en este tipo de pasatiempos incluyo al Tutti Frutti, backgammon y, especialmente, a las cartas. En mi familia llevamos la timba en la sangre, por vía materna y paterna por igual. El burako, la canasta, la podrida, la carioca… padres e hijos enfrentados con tíos, hermanos y amigos, en un afán que va mucho más allá de ganar la partida.
Con mi marido no tenemos toooodos los gustos en común. Él es muy deportista y yo... no. Pero sí compartimos el amor por lo lúdico. Creo que algo de eso nos enamoró. En una de las primeras salidas, nos quedamos hasta las 3 am jugando al Chin y nuestras maratones en el Preguntados fueron una gran forma de sobrellevar la larga distancia, esos días en que querés estar en contacto sin la necesidad de hablar.
En los viajes con amigas a veces nos damos el tiempo de jugar a las cartas. Algunas prefieren la carioca, otras la podrida y están las que matan por el truco. Yo me apunto en las tres.
Vaya este post como recordatorio de inculcarle a mis hijos el amor por los juegos de mesa. Y, reformulando una frase de Herminia Brumara… que sepan que no es una forma de matar el tiempo, sino de fecundarlo.