Se habrán dado cuenta de que muchos de mis recomendados, a la hora de viajar, son lugares gastronómicos. No es (sólo) porque amo comer, sino que cuando viajo elijo restaurantes donde, más allá de alimentarme, viva una experiencia y, si también es estética, mejor. Donde la música y la luz estén bien, la acústica no moleste y la vista acompañe el paladar. Desde mucho antes de que existiera Instagram, organizo mi agenda viajera en torno a espacios con buena ambientación (y por ambientación no me limito sólo a la deco). Elijo tal restaurant en función a tal otro museo y a veces, lo admito, hasta es al revés. Me he peleado con mi madre cuando, después de un día de turisteo intenso, ella proponía parar en el primer mercadillo al paso. No: yo insisto en que, aunque los pies estén ampollados, vale la pena caminar tres cuadras más en pos de dar con el espacio perfecto. Es todo una cuestión de “vibras”, ¿no? Hay espacios de moda, cancheros y con buen menú que, por algún motivo, carecen de energía positiva. En cambio, hay otros reductos que, de acuerdo al manual, están lejos de integrar la guía Michelin, pero que, así y todo, se ganan nuestro corazón. Quizás es un aroma, un recuerdo, o hasta supersticiones… (una amiga, por ejemplo, se rehúsa a ir a un conocido restaurant palermitano porque jura que le trae mala suerte), o tal vez se deba al rostro amigable de ese mozo que sabe en qué punto exacto te gusta el salmón. Creo que el mundo se divide entre quienes aman comer afuera y quienes no. Los del primer grupo disfrutamos sobremanera del ritual del restaurant; muchas veces, es la excusa para arreglarnos un poco más, para encontrarnos con el otro -no sólo a nivel físico sino emocional- o para malcriarnos, cuando tenemos fiaca hasta de hacer un omelette… El reunirse en torno a la mesa invita al encuentro, a la distensión, al conectar. Hasta en el Quijote hay una escena que da cuenta de esto. Desde ya, no hace falta que el espacio sea tan coqueto como el de la foto, Clos Maggiore, elegido año tras año como el restaurant más romántico de Londres. Porque está claro que el romanticismo pasa por otro lado, y bien puede propiciarse en la fonda de la esquina o mientras cocinás de a dos en tu casa con una copa de vino y buena música de fondo. Pero es cierto que, a veces, el salir a comer hace que te esmeres en tu look, que dejes de lado el celular y que esperes el programa desde temprano. Nada más lindo que esa mezcla de adrenalina y ansiedad. A veces, una simple salida a comer ya me la genera.